jueves, 11 de octubre de 2007

Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Ahí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por primera vez a conocer el campo. Campo mojado por la lluvia de Junio, llanura lineal de surcos innumerables. Tierra de pan humilde y de trabajo sencillo, tierra de hombres que giran en la ronda anual de las estaciones, que repasan su vida como un libro de horas y que orientan sus designios en las fases cambiantes de la luna. Tierra extendida y redonda, limitada por el suave declive de los montes, que suben por laderas y barrancas hasta perderse donde empieza el apogeo de los pinos. Tierra donde hay una laguna soñada que se disipa en la aurora. Una laguna infantil como un recuerdo que aparece y se pierde, llevándose sus juncos y sus verdes riberas.

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