viernes, 19 de octubre de 2007

Cuando la tarde iba haciéndose vieja y los luceros anunciaban la ya cercana noche, los niños del rancho, llenos de felicidad, comenzábamos a gritar porque se acercaba la hora de las luciérnagas. A veces nuestras voces, bien que lo recuerdo, asustaban a un pobre burro maicero que después de haber comido hasta las raíces de su rastrojo, intentaba dormir en el corral.
Al llegar la noche las pequeñas luces de las luciérnagas parecían peces nadando en una enorme pecera obscura. Al atraparlas, nuestras manos se transformaban en lapiceras luminosas y con algún dedo, como lapicillo incandescente, rayábamos de polvo de estrellas nuestras ropas. Quien hiciera la raya más grande era merecedor de una ruidosa felicitación por parte de todos. Así recuerdo esas noches de agosto, con su humedad invadiendo nuestras narices.

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