Al llegar la noche las pequeñas luces de las luciérnagas parecían peces nadando en una enorme pecera obscura. Al atraparlas, nuestras manos se transformaban en lapiceras luminosas y con algún dedo, como lapicillo incandescente, rayábamos de polvo de estrellas nuestras ropas. Quien hiciera la raya más grande era merecedor de una ruidosa felicitación por parte de todos. Así recuerdo esas noches de agosto, con su humedad invadiendo nuestras narices.
viernes, 19 de octubre de 2007
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